“Aquí”, dijo, presionando la piel sobre mi corazón, “estás a diez grados bajo cero. Y estás más cerca de la muerte que yo”.
Mi nombre es Parker. Mi cuerpo está marcado con cicatrices de un ataque que no recuerdo. No quiero recordar. Elijo vivir mi vida por observación, no por experiencia. Mientras la gente ríe, se besa y conecta, yo estoy en la esquina. Observándolos en vivo. Soy indiferente a todo, a todos. La única emoción que siento con algún tipo de profundidad es molestia, y la siento a menudo.
Un mensaje de texto enviado al número equivocado resulta ser mi perdición.
Su nombre es Everett, pero lo llamo grosero. Es insistente, es arrogante, invade mi espacio personal, y lo peor de todo: me hace sentir.
Elige vestir todo de negro, todo el tiempo, como si estuviera esperando para asistir a un funeral. Probablemente porque lo está.
Everett se está muriendo. Y está pasando sus últimos días viviendo, viviendo de verdad. Al hacerlo, me obliga a sentir, a sanar. A enfrentarme a los demonios que reprimí en mi memoria.
Me hiere, me llena, me completa. Y aun así, se está muriendo.
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